Susana Zanetti in memoriam
Fue una lectora voraz y profesora de la Literatura Latinoamericana: ese
orden es el que más me convence, porque la segunda se alimentaba de la primera
y además porque la lectura fue siempre el núcleo de todas sus reflexiones. Y ahora,
con su muerte, vengo a darme cuenta, en una perspectiva que antes no tenía o
tenía a medias, de que todos sus estudios sobre la figura del lector encarnan en
la rotunda concretez del libro.
Quienes nos formamos con ella, tuvimos la gracia de su biblioteca, una
de las más completas –si no la más- del país. Allí estaba todo lo que
necesitábamos leer sobre América Latina y la verdad de la historia es que
pudimos hacerlo porque Susana no sólo nunca nos negó un libro sino que,
redoblando la apuesta, propició el préstamo en un acto generoso sin parangón.
Esa biblioteca fue su casa y su reino: allí nos recibía, allí nos reunimos
durante años semanalmente, y mientras trabajábamos, en algún momento de la
jornada, ocurría siempre el milagro: su mano se extendía hacia algún estante
para extraer de él una joya, esa que habíamos estado buscando infatigable e
infructuosamente de país en país, de archivo en archivo, en un tiempo no muy
remoto en el que todavía ni internet ni google existían. Cuando se producía el
préstamo, eso quería decir lo siguiente: que el libro iba a Rosario, de Rosario
a Mar del Plata, de Mar del Plata a la Patagonia, de la Patagonia al Noroeste,
del Noroeste a La Plata, de La Plata a La Pampa, de La Pampa volvía a Buenos
Aires. Y supongo que debía ser mayor el circuito que estoy imaginando en este
momento. Mi generación, que ingresó a la Universidad en el oscuro año de 1976,
se formó gracias a las bibliotecas argentinas provenientes de la época de oro
del país pero, después del Golpe y su consabido desmantelamiento, muchos debimos
acudir a las bibliotecas personales, aquellas que podían ponerse al día, para
seguir adelante.
Y la de Susana, en el área de la Literatura Latinoamericana, fue una de
ellas: aggiornada, competente, actual, políglota, frondosa. No sólo libros sino
revistas culturales y publicaciones periódicas: desde El Cojo Ilustrado a materiales
fotográficos como los del peruano Martín Chambi o incluso meros folletos de
alguna exposición internacional a la que había asistido y que según su parecer merecía
un lugar entre los anaqueles o en los prodigiosos archivos en caja,
rigurosamente numerados como debía ser para una profesora que había sido, también,
alguna vez, bibliotecaria. No puedo menos que sentirme halagado y agradecido de
haber sido alguien formado en esa biblioteca y de ahora en más –y ahora más que
nunca-- me siento comprometido con el gesto generoso, solidario de Susana
Zanetti con la ética que infundió a su biblioteca personal para que no sea
personal, para ganarle una pequeña pero a la larga gran batalla a esta sociedad
capitalista signada por el egoísmo.
Estos son, en definitiva, los verdaderos gestos que valen y en eso fue
una maestra: no sólo enseñar, transmitir, investigar o dar conferencias sino
dar al otro la misma fuente en la que se alimenta uno, compartir de verdad
todos los libros, solidarizarse con la situación del otro que no puede no acceder
al libro que necesita y que en algún lugar lo espera; en fin, ahora que lo
pienso, tengo la certeza de que esta mujer ha estado haciendo política en cada
uno de estos actos y nosotros, al menos yo, no lo tenía muy claro hasta ahora. Ahora
me doy cuenta de que la austeridad de Susana invirtió en libros y formó, a lo
largo de los años, una biblioteca para el futuro. Apostó a ir más allá del
presente para llegar más raudamente al porvenir que la aguarda. Su pobreza está
estrechamente ligada a la biblioteca.
Susana muere rodeada de sus seres queridos y rodeada también de sus
libros. Este acto me conmueve: morir en la casa propia y con sus libros. Me
conmueve tanto que, por un momento, no puedo saber qué es lo que me resta por
escribir, qué es lo que este texto me pide que escriba desde su llamada, desde
su nebulosa verdad. Me imagino un concierto literario, un concierto de presencias,
un concierto de voces, me imagino como un acompañamiento en ese último acto. Me
imagino que algo debieron decir por última vez la díscola Sor Juana, el amado
Darío, el inquebrantable Martí, el desgarrado
Vallejo como una vez dijo de él. Me imagino que tanta presencia debió
mitigar la real despedida. Pero me quiero quedar con esta imagen última
luminosa para mí: Susana murió con sus seres queridos y su gato fidelísimo,
tendido a los pies de la cama, en su biblioteca. La biblioteca, que era su
casa.
Enrique
Foffani
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