La poesía quechua boliviana, poesía indígena y Julio Noriega por Gonzalo Espino

La poesía quechua boliviana, poesía indígena y Julio Noriega

Gonzalo Espino Relucé
Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Las posturas posmodernas esconden un profundo desprecio por las culturas originarias. Al contrario de lo que podríamos esperar, su multiculturalismo los lleva a expresar un oculto tufillo aristocrático o una sutileza perversa y excluyente, aun cuando aparentan ser progresistas en la escena literaria contemporánea. Desde hace más de dos décadas vivimos en el Abya Yala un momento nuevo en que la poesía indígena se plasma como un proyecto común desde las lenguas originarias.  En este sentido, la reciente publicación de Paria Zugun (2014) en que Adriana Pinda, de origen mapuche, sigue la línea creciente de una poesía que leíamos ya en Ajkem Tzij, Tejedor de palabras (1996) del poeta maya k’iche Humberto Ak’abal o Tatsjejin nga kjaboya, No es eterna la muerte (1994) del poeta mazteco  Juan Gregorio Regino.
La escena cultural insiste, sin embargo, en el silenciamiento y en el desencuentro entre la poesía indígena y la crítica, toda vez que ésta opta por obviarla. Basta leer las páginas de trabajos que en el área andina han contribuido con aportes significativos para la comprensión de las prácticas literarias del siglo XIX y XX, me refiero a Hacia una Historia Crítica de la Literatura en Bolivia (2002), editado por Blanca Wiethüchter y Alba María Paz Soldán para el caso boliviano, en cuyas páginas la literatura quechua está ausente, al contrario de lo que ocurre en Colombia, donde los trabajos de Miguel Rocha (2014) sí la incluyen de manera preferencial. Aun así, los trabajos inaugurales de Ángel María Garibay, las discusiones de Miguel León-Portilla, las reflexiones de Edmundo Bendezú,  o los importantes aportes del bloque sureño respecto a la poesía mapuche (Iván y Hugo Carrasco, Claudia Rodríguez) han sentado las bases de una tradición crítica en la poesía indígena.
Convengamos en que la poesía quechua tiene una doble orientación. La que viene de la tradición ancestral junto con el origen de la lengua, acompañada del cuerpo y del evento, y la otra que tiene que ver con la domesticación de la palabra por los misioneros (Noriega 2011) o con el rapto de la palabra (Espino 2015) en pleno siglo XX.  El desarrollo de esta doble tradición sin duda ha sido desigual en toda la historia reciente. Se pueden rastrear esta poesía en los cuadernillos publicados en Potosí y Oruro a fines del siglo XIX; pero, sin duda, es a mediados del siglo anterior cuando, con el concurso internacional de poesía quechua de 1951 en Cochabamba, se difunde la poesía de Mosoh Marka, que aparece en esta antología, y se publica en Cuzco, al año siguiente, el primer libro orgánico de poesía, de gestos sublevantes y una escritura monolingüe quechua, Taki parwa (1955) de Kilko Warak’a (Andrés Alencastre). A partir de lo cual se sigue una línea de producción poética que resulta divergente y desigual para todo el área andina, como lo será en el caso del quichua ecuatoriano, el de los quechuas del Perú o el del quechua de Bolivia, con especial énfasis en estos dos últimos países. No aparecía con certeza una continuidad, con la excepción de algunos autores que de manera individual coparon el espacio letrado indígena, Ariwa Kuwi o la reciente Achic Pacari Lema o Ch’aska Eugenia Anka Ninawaman hasta el lanzamiento poético de Olivia Reginaldo, las participaciones locales de poetas quechuas tanto como la publicación de dos revistas quechuas Atuqpa chupan y Kallpa.
Según lo observado en nuestros viajes a La Paz y a Cochabamba, la poesía parecía haberse detenido en el inventario de Jesús Lara, el de La poesía quechua (1947), aun cuando conocíamos los poemas de Lidia Coca que en la revista Guaca tuvo la ocasión de publicar. Al parecer, y así lo hacían ver sus propios críticos, hacía falta promover la discusión sobre poesía quechua e incentivar la preparación de antologías más completas y actualizadas.  Cuando todo semejaba quedarse en el modelo de escritura caracterizado por Lara, quien, además, se limitaba a repetir la imagen paladina del Inca Garcilaso de la Vega; cuando la poesía quechua parecía no tener importancia en la escena literaria boliviana, uno de nuestros estudiosos empezó lentamente a recopilar textos poéticos, viajó por distintas ciudades, halló un repositorio inimaginable, conversó con autores y seudo autores, que por su apariencia de gringo le exigían algún tipo de retribución. Me refiero a Julio Noriega y a su exigente y notable trabajo: Poesía quechua en Bolivia que reubica las prácticas poéticas de América del Sur y en especial las de la poesía quechua, cuyas referencias nos enviaban siempre al pasado colonial o a la música popular, pero no necesariamente a la práctica de una literatura.  
Resulta inevitable mencionar a Julio Noriega como a uno de los estudiosos más lúcidos y profundos de la cultura quechua por su capacidad de sistematizar e imaginar escenarios históricos tanto en su azaroso y complejo devenir como en el contexto de la movilidad social y cultural quechua.  Así lo atestiguan sus libros Escritura quechua en el Perú (2011) y Caminan los apus (2012),  desde lo que podríamos llamar aportes para una lectura andina y crítica de la cultura quechua contemporánea. Todo esto como consolidación de una trayectoria intelectual que se inicia con una modesta pero contundente tesis de grado, Regionalismo y literatura peruana (1985), y cuyos trabajos se definen con la publicación de una singular colección de poesía que visibiliza todo el siglo XX:  Poesía quechua escrita en el Perú (1993). Este libro se convertiría pronto en referente necesario para cualquier acercamiento a la cultura andina del siglo XX. Se trata pues de una de las antologías más completas e intensas, publicada en un momento en que hablar de poesía quechua parecía un ejercicio más o menos de iniciados o una postura exótica. Con esta experiencia trasunta los dos primeros referentes, la Poesía quechua (1965) de José María Arguedas, una antología basada en traducciones  y en la que se incluyen solo a tres poetas contemporáneos y la Literatura quechua (1980) de Edmundo Bendezú que ofreció una versión parcial, contemporánea y solo en traducciones.  En cambio, la antología de Julio Noriega es un libro emergente, aleccionador y tremendamente fértil para la producción intelectual quechua.
Por su insistencia en el lenguaje y no en la ortografía, Poesía quechua en Bolivia se preocupa por presentar la escritura diversa, no en unificarla, sino en resaltar lo heteróclito. Julio Noriega Bernuy no tiene la vocación del civilizador, es más bien el waykimasi que se sabe de adentro por su origen andino-quechua y que se sabe también mover en el otro escenario, el de la academia, por su trabajo sobre otras literaturas no indígenas. Así, repito, nos advierte la enorme variedad de tradiciones literarias en las que se escribe y al mismo tiempo exhibe los límites de un tipo de escritura como ésta para la consolidación de una tradición literaria escrita en quechua.
La estructura de esta antología concilia el eje diacrónico con el asunto temático y establece, al mismo tiempo, no solo la continuidad poética en la forma sino en la trasgresión de la misma, cuyo transcurrir lo observamos en las nueve unidades con las que se organiza la antología. De este modo se combinan escritores conocidos con inéditos. Así entonces, se empieza con autores que aparecen tempranamente en Oruro y en La Paz. El empeño por hacer visible la presencia de la poesía quechua no parece seguir el camino de la tradición poética hegemónica de nuestros países. Todo lo contrario, invita a crear una agenda para el debate. Lo hace a través de la diversa y heteróclita poesía que nos propone, desde los textos que muestran ya su “vejez” respecto a la “joven” poesía que aparece entre aquellos que nomina como “Inéditos” o aquellos que aparecen  como parte del apartado “Centros de aprendizaje”
Si hay que volver sobre la poesía quechua boliviana, tendremos que recuperar una estructura inherente, en su inevitable vínculo con el canto o con la representación del poema, es decir, la presencia del cuerpo y de la palabra, cuando ésta se dice. Y ésta es una nota que resalta en la poesía boliviana, pero al mismo tiempo, es aquello que nuestro autor define como poesía bilingüe, esto es pensada desde la condición de llaqta y ayllu, es decir desde un nosotros, que es exclusivo y excluyente (ñuqayku) a un que más bien piensa los tránsitos y la movilidad que asume como característica las posibilidades de que el otro, el de la ciudad y la capital  lo conozca en su lengua, además del quechua, que se traduciría en un nosotros inclusivo, profundamente intercultural (ñuqanchis).

Sin duda, Poesía quechua en Bolivia es cierre y apertura, ya que con su publicación concluye una demanda que silenciosamente ha sabido responder Julio Noriega. Y apertura, porque, como reclama insistentemente la academia, este corpus organizado que convierte a la poesía en un hecho contundente, en una muestra de su propia existencia, provocará  una inevitable movilidad discursiva y será un llamado a los doctores, para repensar lo epistémico de la literatura latinoamericana y de la literatura andina en particular. De allí que la investigación de Julio Noriega constituya un aporte singular que sin complejidades teóricas se asienta en lo que había venido escribiendo en torno al quechua, pero que ahora, desde la poesía contemporánea y en diálogo de retorno con los hablantes-lectores en quechua, se realiza como un acto de reciprocidad. En este sentido, Julio Noriega nos recuerda a Guamán Poma de “Camina el autor”, en una suerte de travesía que apenas se ha detenido para entregarnos Poesía quechua en Bolivia, libro katatay, kipe, tejido tenso que pone en discusión el aparente orden de las letras y las culturas en los Andes.